martes, septiembre 11, 2007

Una historia para contar

Eduardo era un abnegado padre de un hijo complicado, sacudido por los empujones de la adolescencia rebelde, contestataria, aquella que supuestamente navega a la orilla de la madurez. El joven gustaba de encerrarse en su cuarto para jugar por horas frente al monitor de la computadora, a la cual también le pedía servicios de correo y conversación simultánea. Sus ropas se veían teñidas de colores más sombríos que antes, y la música que martillaba las paredes era bastante más estridente que la de su padre cuando tenía la misma edad.
Las tardes de claustro en su dormitorio llevaron a Eduardo a pensar seriamente la idea de motivar a su hijo en otras áreas, como salidas al aire libre, la práctica de algún deporte o despertar en él un contagioso interés por la lectura, la pintura o el arte en general. Pero las conversaciones de padre a hijo pocos frutos arrojaban, eran como decir "tú en lo tuyo, y yo en lo mío, así nadie molesta a nadie". Nada llamaba la atención del hijo fuera de su propio mundo juvenil.

En una noche de oportunista desvelo, Eduardo tuvo una idea novedosa, que de seguro tenía posibilidades de funcionar. Bajó las escaleras mimetizado por la noche azulada, y fue pacientemente alimentando su plan; cambiando el orden de los libros y revistas de su biblioteca, y en un lugar estratégicamente desolado, colocó los ejemplares que más importancia habían tenido en su vida. Allí, ordenados en filas que empujaban hacia adelante, en diferentes estanterías, como queriendo perder el equilibrio, allí modelaban callados libros de pintura, novelas de autores latinoamericanos, poemarios, revistas de fútbol, biografías, historias de amor, libros delgados y altos; suntuosas enciclopedias y tomos ilustrados. Al terminar la estudiada distribución de los libros, Eduardo procedió a dejar intencionados escritos en los rincones del mueble.
A la mañana siguiente, Eduardo fue a su trabajo, mientras que su hijo trabajaba jadeando sueños. Cuando Fernando despertó, hizo su habitual recorrido hacia el refrigerador, pero al pasar por la sala de estar notó que la biblioteca estaba movida y que lucía diferente, como si la hubieran instalado hace poco. Se acercó algo, no mucho, lo suficiente como para no sentirse atraído por la tediosa colección de papá. No obstante ello, no pudo salvar su mirada de un pedazo de papel mal recortado, que sobresalía sencillo de entre los libros. Fernando tomó un ejemplar, lo adelantó rápidamente con su pulgar, y lo colocó donde estaba. Lo volvió a hacer con una novela, con una crónica y hasta con las dinámicas hojas de la revista "Triunfo". Al volver Eduardo de su consulta, observó de súbito que el papel escrito depositado la noche anterior estaba en un lugar diferente. Se sintió satisfecho en sus adentros, y ese atardecer fue escenario de una grata once, aunque Fernando estuvo más bien ausente de palabras, como de costumbre; esta vez meditando con los ojos en el fondo de la taza de su apacible té.
Cuando la noche volvió a mimetizar las siluetas de los muebles, Fernando bajó las escaleras para consultar la biblioteca, y rompiendo el orden lineal de los libros, se llevó uno a su cuarto para escudriñarlo, descubrirlo despacio, o aun para leerlo con esmero, vigilando que su papá no lo descubriera con las manos en las tapas, y luego hizo lo mismo con otro, y otro libro. En eso, inocente a las intenciones del joven, un papel trastabillado mostraba a la noche su mensaje, la advertencia que llamó la atención del muchacho; "Prohibida su lectura".

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿y por qué se llama Eduardo el protagonista?

buaaaaaaaaaa

Felipe Alonso dijo...

Jajajaja... Pensé en tí hermano!!! A lo mejor algún día seas padre, y si lo eres, vas a ser un muy buen padre!! Voy a ser tío!!!! jajajaja

Saludos!!

xbelo dijo...

jajajajaj.....eduardo!!....esta bueno el libro....en todo caso esta buena la idea ....siempre cuando uno coloca la palabra "prohibido" llama mas la atención a los adolescentes.
Saludos al Sur compadre!
Chaoss